La reveladora confesión de Polito Herrera que esclarece sobre los intríngulis existenciales de un ahorrador verdolaga.
A mi modo de ver, el dólar es una
de las más grandes creaciones de la humanidad, acaso comparable a la
electricidad o el antibiótico. Según mi padre, que sabía un montón de estas
cosas, los tipos que manyan de la economía, un día se pusieron de acuerdo para
que el oro dejara de usarse de moneda de cambio mundial y en su lugar pusieron
al dólar. Dejando de lado que lo más beneficiados fueron los yanquis, que son
los que tienen la maquinita de hacer billetes cosa de que nunca les falte, fue
un gran avance porque eso de garpar con bolsas de sal, pepitas o lingotes de
oro era demasiado incómodo.
El viejo sabía de economía. Había
pasado por el Rodrigazo, la tablita de Martínez de Hoz, la 1050, el peso ley,
el peso A, los australes y había visto multiplicarse los 0 de la moneda nuestra como si fueran conejos.
Por eso, cada vez que le sobraba un mango, le compraba dólares al Tano Vicchi,
que tenía parada en el centro pero te los traía a tu casa, dobladitos y listos
para guardar. El viejo los enrollaba, los metía en una bolsita de celofán y los
escondía atrás del ropero a salvo de humedades, corrosiones y devaluaciones.
Soñaba con un enroque fenomenal: vender la casa de los abuelos y comprar una
más grande para mudar a la familia. Pero se fue al paraíso de los ahorristas
con un infarto que le partió el corazón en el patio donde la abuela sabía pasar
las tardes de verano sentada en su hamaca de mimbre.
De más está decir, a esa herencia
le agregué lo mío. El primer billete de cien dólares, con el sobrante de un
aguinaldo, se lo compré a un tío que andaba necesitado de contante efectivo,
cuando el viejo todavía vivía, soñaba, y yo, que noviaba con la Gorda, (que
entonces no era gorda y tenía la facha de la Liz Taylor), soñaba con casarme,
tener dos hijos y llevar una vida de bacán. También creía, por esos años, que
Gimnasia y Esgrima de La Plata, el club de los amores, saldría campeón del
futbol argentino.
Confieso que no fue sencillo,
pero cada vez que me sobró alguna moneda, la hice puré en verde billete, fuera
de a uno, de a cinco o de veinte…
Al fin de cuentas, aun
reconociendo las propiedades inigualables del Washington cien, cada precioso
papel supo contar en la suma de cabal aritmética. Y no viene al caso divulgar
alegremente cuánto llevo cargado en el rejunte. Ni la Gorda lo sabe. Será poco
o mucho según quien lo mensure, pero para mí es algo así como una fuente de vida.
Y lo digo en todo sentido. Mis dólares tienen ese “no sé qué”, una fuerza
interior que le da certeza a mis pasos, una garantía de que nadie me va a fumar
el fruto del sudor y al mismo tiempo un elíxir fenomenal para destrabarme las
ganas cuando la historia pinta fulera, cosa que suele ocurrir a menudo.
Contar los billetes de dólar,
cada tanto, supone un acto de reafirmación espiritual. Por más que uno sepa
cuanto suma el total acumulado, volver a pasar de mano en mano el papel
precioso resulta estimulante y no puede compararse con la manipulación del
billete argentino. Nada que ver. Uno cuenta el sueldo, a fin de mes, cuánto
tiene, cuánto va a necesitar, cuánto le queda, y nada, es una depresión. Por
más que rasque cada billete, o que le haga cosquilla a un cien o a un
cincuenta, la sensación es “qué cagada”. En cambio, el simple acariciar del
verde, nomás al tacto, su suavidad, su tersura, la caripela de un Washington
que te mira como diciendo “quereme, guacho”, eso es fabuloso. Y es que el dólar
es mimoso por naturaleza. Según me contaron, los tipos que los fabrican en
Estados Unidos tienen que reunir ciertos requisitos que ellos llaman de
“inteligencia afectiva” y están permanentemente sujetos a controles
psicológicos, cosa de que cada billete no imprima desórdenes sentimentales y
todo eso. No sé si será cierto, pero algo así debe haber.
Desconozco si son todos los
dólares iguales, pero los míos, los que van a para a la bolsita de celofán,
atrás del ropero, adquieren esa capacidad especial. A veces llego del laburo,
cansado o angustiado, con ganas de rifar la vida, y entonces me encierro en la
pieza, cazo los dólares, los desenrollo, los apilo y con el dedo gordo les doy
aire cerquita de la nariz y respiro hondo cosa de que el aroma me penetre en
los pulmones, bien al fondo. Y uno siente como una ventilación mental, un
aliento purificador que te dice, tranquilo, viejo, serenate, ya va a pasar. Y
sí. Los guardo, me morfo un churrasco y me voy a dormir como un angelito y al
día siguiente amanezco entero, con más ganas que nunca de darle para adelante.
Está claro que tampoco es
cuestión de abusar. El perfume de los dólares es inigualable. Ni ahí se puede
comparar con la baranda de los pesos nuestros. Pero he comprobado que cuanto
menos manoseado está el billete, más valor tiene en todo sentido. El billete
nuevo, recién salido de fábrica, es como un cero km. Por eso, dirán lo que
dirán, pero cuando compro dólares, siempre le digo al Tanito Vicchi, que es el
hijo del Tano y trabaja de arbolito, siempre le digo que me dé de los nuevos,
sin marcas ni arrugas. Después, en casa, sin que me vea la Gorda, con la punta
del meñique, le hago así como un saludo, una bienvenida. Un beso y a la
bolsita.
Con el tiempo he llegado a
descubrir que estos billetes poseen, entre otras cosas, propiedades curativas.
Por ejemplo, cuando Carmencita, la más chica, andaba por los doce años, le
empezaron a salir granitos y hasta forúnculos. Con la Gorda nos cansamos de
probar medicamentos. Hasta con el anillo de oro del casamiento lo frotábamos y
le hacíamos la cruz en el grano, pero nada. Hasta que se me ocurrió usar un
billete de diez dólares poniéndoselo de fomento. Creer o reventar, la porquería
se secaba enseguida. De ahí en más, santo remedio. Y santo en serio, porque me
acuerdo cuando me dieron las arenillas en los riñones y no había manera de
calmar el dolor. La Gorda se cansó de ir a la iglesia para rezarle a San
Antonio, que es protector de los animales y, para ella, se aplicaría en mi
caso. Y nada. Menos me aliviaban los remedios. Hasta que se me ocurrió recurrir
a los dólares. Anduve tres días acostado con dos billetes de cien en la ingle,
uno a cada lado de los huevos. Me empezó a salir la orina color verde, hermosa,
que daba ganas de guardarla de recuerdo. Y chau arenillas. Me curé.
Las virtudes energéticas del
dólar también están documentadas. Leí en alguna parte que el secreto está en la
tinta con que los imprimen, que es una tinta especial que reacciona al papel y
en determinadas condiciones climáticas, irradian como una luz benefactora,
fuente de inspiración para muchos filósofos, sobre todo, los que viven cerca de
Wall Street. Pero otros ejemplos me sobran y doy fe por propia experiencia. Recuerdo
cuando Felipe, mi hermano, se llevó puesto un camión de hacienda en la Ruta 2 y
estuvo una semana en terapia intensiva antes de pasar a mejor vida. De la
angustia, habrá sido, me dio el insomnio. No sé quién, me convidó unas
pastillitas para dormir, pero nada, a la mañana tenía los ojos como dos huevos
fritos. Al tercer día, saqué la bolsita de celofán, la puse debajo de la
almohada y no sólo que apoliyé como un bebé sino que al día siguiente estaba
con las neuronas a full y unas ganas bárbaras de practicar el Kamasutra con la
Gorda.
Los dólares no envejecen, por más
que les cambien el diseño. Por eso, en cualquier parte del mundo, salvo en
Brasil, los agarran al toque. Eso demuestra que son unos negros brutos y lo
único que hacen bien es jugar al futbol. Tres años atrás, fuimos a
Florianópolis con la Gorda y los chicos. Primera vez que subía a un avión y
salía del país. Apenas llegamos, me ofrecieron reales, que es la moneda de
ellos. Una mierda, igual que la nuestra. Y yo de gil no tengo nada. Cuestión
que vamos a la praia, espectacular, mesita al lado del mar, camaraos y frango,
el agua trasparente que te ves los pies. A la tarde, viene el negrito a cobrar
y yo pelo un cien verde. Me pone una sonrisa de nabo y me dice que no. Reáis,
reáis, me dice. Así que lo llamo al trompa y me dice lo mismo, dólar no, reáis
si. Pero vos estás en pedo, le digo, ¿sabés lo que esto? Dólar. Y el tipo me
dice que sí, que sabe, pero que me los puedo meter bien en el orto, no con esas
palabras pero más o menos así. La cuestión fue que tuve que cambiar dólares por
unos reales de mierda y por eso, nunca más volví a Brasil.
Para terminar, mi última
experiencia casi milagrosa con el dólar fue hace poco, meses atrás, cuando la Gorda
me planteó sus dudas sobre nuestra relación y se fue con los pibes durante dos
meses a la casa de sus padres. No viene al caso explicar los motivos, que los
había y le prometí cambiar. Pero en ese momento, yo no entendía nada. Me agarró
la desesperación. Porque la Gorda tendrá su carácter, será lo será, pero la
quiero y después de veinticinco años de casados, no se me ocurre vivir sin ella.
Así que un día saqué un big cien nuevito, la fui a buscar a lo de los viejos, y
así de rodillas, le dije, mientras le extendía el verde, le dije: mi amor,
volvé por favor, tengo un montón de estos y nos vamos al Caribe. Y a ella se le
iluminó la cara y me contó que sintió como una energía calórica cosa de que
fuera imposible negarse.
Y es que la Gorda siempre soñó
con hacer un crucero en barco por el Caribe. Quince días de vida cajetilla, recorriendo
islas espectaculares, fiestas todas las noches a bordo, camarote vip, chupi y
morfi a lo bestia, paseo por la cubierta viendo el atardecer, todo eso que lo
vio por la tele. Y ojo, no digo que la pasamos mal en las vacaciones en el
hotel del gremio, en Mar del Plata, o en Córdoba, o cuando fuimos al Norte, al
Sur, qué se yo, la verdad, no me quejo, la pasamos bárbaro estos diez años.
Pero claro, uno siempre quiere más. Así que pronto, cuando junte unos dólares nuevos,
voy a tener que usarlos. Promesas son promesas.
Mientras tanto, tengo una fe
ciega en la capacidad reproductiva de mis verdes. Según el Cuervo López, que es
muy lector, parece ser que los norteamericanos están haciendo estudios para
fabricar dólares machos y dólares hembra, cosa de que uno los junte en una
bolsita como la mía y ahí se den matraca entre ellos y tengan dolarcitos, que no
serán de cien, seguro, pero de uno y de cinco. Y como ya dije antes, todo suma.
Sería fantástico que cada tanto, cuando uno los vuelve a contar, como hago yo,
se encuentre con la cría.
Por todo esto, para mí fue
criminal que Cristina le pusiera cepo al dólar. A mí no me afectó mayormente.
Con el sueldo en blanco no me daba para comprar ni cinco, y con el sueldo en
negro, siempre lo tuve al Tanito que me los dejaba a buen precio. Pero eso de
un cepo, que es para presidiarios, no tiene nombre. Así que por eso voté por el
cambio. Reconozco que en estos años salí de la malaria, cambié el auto, agrandé
la casa de los abuelos y hasta le puse aire acondicionado a todas las piezas.
También fueron los mejores años para ahorrar sin privarse de nada y comprar
dólares. Pero insisto, lo del cepo es criminal. No se puede agredir así a la única
moneda que existe en el mundo, salvo en Brasil.
Así que ahora, con Macri, voy a poder ir a
cualquier banco y chau, dame cien. Y me los tienen que dar. Vamos todavía.
Calculo que en un año o dos, si la metalmecánica sigue andando como hasta
ahora, si no empiezan a traer repuestos importados como en otros tiempos,
cuando la fábrica tuvo que cerrar, cumplo la promesa que le hice a la Gorda y nos
piramos quince días al Caribe. O a Europa. Uno siempre quiere más.