Resulta indudable que la utilización del término “angustia”
por nuestro presidente, el ingeniero Mauricio Macri, para referirse al estado
psíquico de los representantes de las provincias que el 9 de julio de 1816
declararon nuestra independencia del dominio español, se apoya en sus profundos
estudios respecto del tema tanto como en una cosmovisión filosófica de hondos
fundamentos humanistas que las concepciones populistas con sus perimidas
exaltaciones patrióticas no pueden asimilar con la seriedad necesaria.
Vulgarmente, la “angustia” refiere a una condición psíquica
en la que predomina la ansiedad, el temor, el miedo extremo, la melancolía, estado
que suele acompañarse con diversas alteraciones orgánicas. El concepto fue
abordado por la ciencia moderna y Sigmund Freud, dedicó al respecto gran parte
de sus estudios a medida que articulaba sus observaciones clínicas. En este
plano, el gran maestro vienés supo diferenciar al menos tres variedades de esta
condición psíquica (realista, neurótica y social o moral), y sin ánimo de
profundizar en la cuestión, no me caben dudas de que nuestro presidente, al
emplear el concepto “angustia” en el plano de los hechos históricos que
involucraron a un conjunto de individuos, hizo referencia a las mismas
descartando en la inmediatez del discurso toda referencia explícita qué
tipología pudiera haber afectado a cada uno de los congresales reunidos en la
ciudad de Tucumán.
El psiquiatra e historiador venezolano Edmundo Suárez Rioja,
en su tesis “Fenomenología Paranormal Bolivariana”, desarrolla la idea de que la
“angustia neurótica”, en tanto percibida en el “Yo” por tracción en el “Ello”,
fue la clave de numerosas decisiones
adoptadas por el general Bolívar, entre ellas, la de ceder al Mariscal Antonio
José de Sucre la conducción del ejército libertador en la última batalla por la
emancipación sudamericana librada en Ayacucho, el 9 de diciembre de 1824. Por
el contrario, según el estudioso venezolano, el general español José Manuel de
Goyeneche (1776-1846), conocido como el Chacal del Alto Perú por sus
sanguinarios métodos represivos durante el levantamiento de Chuquisaca en 1809
y en campañas militares posteriores, padeció una “angustia realista” que explicaría
su aficción a imponer tormentos de ingeniosa factura, descuartizamientos,
empalamientos y otras avezadas extralimitaciones.
Consultado al
respecto, mi amigo, el filósofo holandés Diederick Van Der Hoorn hoy
radicado en Villa Ortúzar, acaso influenciado por sus recurrentes incursiones
en los barrios bajos porteños, se inclina por conceptualizar la idea de “pánico
escénico” para referirse al estado psíquico de los congresales a los que se hace
referencia, graficando al mismo con vulgarismos de uso frecuente tales como
“cagados en las patas”, “pecho fríos”, “gallinas culo-rotos”, “sifilíticos del
orto” y otros de estilo. En líneas generales, al proceder con tales afirmaciones,
se apoya en sus detenidas lecturas de nuestra ciencia histórica vernácula,
particularmente en los ensayos del profesor Deolindo Sartori, quien dedicó
varios trabajos biográficos de congresales participantes en el Congreso de 1816,
sobresaliendo las del sanjuanino Francisco de Laprida, quien oficiara de Presidente
en aquella oportunidad, el santiagueño Francisco de Uriarte y los porteños José
Darragueira y Fray Cayetano Rodríguez. Un común denominador, según los apuntes
del profesor Sartori, instala la idea de que los mencionados diputados padecían
de una ETS, la sífilis, en diversos grados de desarrollo, lo cual, si no les
impedía ejercer sus funciones, los suponía afectados por “un estado de franco desequilibrio
de orden depresivo en el que primaba la zozobra, la congoja y obviamente
ciertas molestias genitales.”
En suma, puede afirmarse que, efectivamente, los congresales
reunidos en Tucumán durante las jornadas que precedieron a la declaración de la
independencia, se hallaban bajo un complejo
cuadro psíquico condicionante en el que la “angustia social o moral” jugaba un
rol decisivo, más aun agravada en un contexto histórica en el que el general
San Martín, con sus exaltaciones verborrágicas, más se asemejaba a un panelista
del folletinesco “6,7,8” que al hombre de armas templado y racional que la hora
demandaba.
Esto y no otro subalterno
fundamento, explica la alocución que nuestro excelentísimo presidente, con la
serena convicción de los estadistas, le dirigiera al Rey Emérito Juan Carlos de
España durante los actos del bicentenario, mensaje que tan eximio cazador de
paquidermos supo interpretar con la noble hidalguía dinástica de los Borbones.