La muy indinnada María Pía
Eran otros
tiempos, es cierto. Recuerdo que en aquellos años juveniles empapados de
místicas emancipadoras, encarar al minerío setentista llevaba tiempo, cotizaba pacencia,
mucha labia y menos pinta que ahora. Poder de convición antes que nada pa
derrotar el mandato de los viejos ya resinados a la liberación sesual: si lo
vas a hacer, que sea por amor, eso sí, no te equivoques mucho, nena, que después no te van a querer ni
en las carmelitas.
La cosa le apuntaba al noviazgo largo y sereno
para que a la final la naifa acediera a la carnal consumación del amor. Llegar
a esa instancia suprema sin sentirse paganini, o sin requerir los servicios de
una esperta meretriz, zampaba un camino plagado de ostáculos, plejuicios y
negativas, así que, con frecuencia, hasta el piberío femenino revolucionario
venía con cinturón de castidá. Ecección extraordinaria, era el minetaje del
trosquismo vernáculo. Famosas las fiestas y peñas del partido de Coral, a la
final, uno terminaba de paso por allí, viernes o sábado, diez de la noche, la
caña lista y el anzuelo encarnado, pa ver de pescar tupido. Y si a cambio había
que afiliarse, uno se afiliaba.
Así la conocí a
la Beba Legarreta. María Pía Legarreta, oveja negra de una familia bien, un
minón entonces, noventa-sesenta-noventa, ancas de bronce, unos pechos como
prendidos al cogote, minifalda ultracorta y zuecos de 40 centímetros, una
escultura, la Beba. Una noche de aquella me apiló contra una pared del comité
socialista, me zampó un chuponazo que me sacudió la coronilla, me prometió un
continuado en la gruta del Bosque e isofato le firmé la afiliación. Cuando
llegamos a las sábanas, dos días después, me manyaba de memoria las Obras
Completas de Nahuel Moreno y era trosco de la primera hora. Al mes, la Beba me
calzó de puntín y me mando a panfletiar en la puerta de los Astilleros. No
volví a verla hasta vez pasada, cuando la radio me mandó a cubrir la concentración cacerolera del 8 N.
Linda noche como
de verano, me mandé al laburo con mi aljunto secretario, el Pibe Garófalo, Panza,
cámara Kodak istamatic modelo 80 a la mano pa reflejar la realidá en
diapositivas todo color. Y así nomás que nos echamos a caminar desde
Costitución, camino al centro, la cosa era arrimarse a la cocina convocante que
a modo de palco sin orador funcaban alderredor del obelisco, calzado como
fálico estandarte de la porteña estirpe.
Plástico carné
de periodista a la mano, grabador portátil con micrófono incorporado, ya en las
alyacencias del mítico monolito le encaré al reporter, bien que al medio de
tres jovatas que batían las sartenes al estilo Tula refinado. Pregunta al ruedo
más ovia que regalo de cumpleaños: ¿por qué están acá? Y así nomás que una de
las naifas empezaba a hablar, se arrimó un morocho como de dos metros: no dea
reportajes, doña, que la van a usar en contra.
Tranquilo,
macho. Le mostré el carné de Radio Estación Sur. El lunfa ni mosquió. Otro que
pasaba por ahí, me estudió de cotalete, lo junó al Pibe Garófalo con la
istamátic cargada y trinó como pa que todos lo escucháramos: con esa cámara de
fotos, deben ser de los servicios kirrneristas.
Arrancamos mal.
Sería cosa de probar por otro güin. Y seguimos. Nueve de la noche. La mersa
quejosa a full. Cartelería curiosa y creativa, no se puede negar. El Pibe
Garófalo gastaba el rollo de veinticuatro fotos, medio que al pedo, le dije,
mirá que después cuesta un toco el revelado. Y en eso estaba cuando la vi, casi
que no la conocí. La Beba. María Pía Legarreta, cincuenta pirulos largos, los
yines puestos con calzador, remera al talle que recordaba antiguos pechos,
yantas esportivas, pero al fin y al cabo, una sombra de lo que alguna vez fue. La
caripela era un mapa hidrográfico del Amazonas. Tanto que dudé. Me le arrimé
como cazador de tigres. ¿Sos la Beba? Me junó como indiferente. Me sonrió.
¿Marcial?, me dijo, estás hecho mierda, macho.
Y por casa cómo
andamos, le hubiera contestado, pero no, movilero piola sabe medirse en parolas.
Cortesía previo a todo, los años pasan, le dije, vos estás igualita, ¿seguís
trosca? Me miró como estrañada. Volvió a sonreírse. Pecados de juventú, me
susurró como a la oreja, la vida es más que la revolución permanente. Pero siempre
en la lucha, Marcial, y ahora más que nunca. Pareció meditar por un istante, y
después soltó la frase matadora: la odio, Marcial, la odio. Cada vez que anuncian una cadena nacional y Ella
aparece en la tele, me viene como un retorcijón en las entrañas y unas ganas
incontrolables de rajar al baño. Y así no se puede vivir. Estoy indinada. ¿Y vos?
Le chamuyé breve
de mi labor periodística mientras ativaba el geloso camuflado en el bolsillo.
La nota apuntaba para un premio y si no fuera porque el Pibe Garófalo le
gatilló un retrato a la jeta, la Beba se hubiera esplayado allí mismo. Para el
feisbuc de la radio, le claró. Y ella, nada, como decir, tomátelas. ¿No serás de la prensa oficialista, no?,
preguntó desconfiada. No, periodista independiente, la amansé de una, ojetividá
firmetex y reserva asegurada, Beba.
La onda apuntaba
pa quedarse. En de pronto, el recuerdo de las vivencias juveniles me tallaba en
la sesera. La Beba, me salió del alma mientras la sondeaba con la mirada mimosa
de antiguos entreveros. Beba no, me alvirtió, aquel era nombre de guerra, una
boludez, soy María Pía, ¿entendés?
Notero fiel a la
exclusiva, centrojás que pone la bocha al pie de la noticia, no puede perderse
en nostalgiosas encrucijadas, era la voz del Pibe Garófalo, mi secretario
aljunto, que más que hablando me lo decía con la mirada. Sigamos, don Marcial,
sáquele el telefunquen y después la llama.
Pero el insecto
vil de la memoria ya me había picado en la entrepierna, precisamente en el
órgano sutil del pensamiento. La mersa
opositora rondaba el obelisco y el griterío no era cortina musical que la
circunstancia ameritaba. Te invito un feca, le sacudí como venía. La nami me
regaló una ojeada pícara. Y dale, me dijo.
El problema era
el Pibe Garófalo. Vos sacá fotos y nos vemos mañana en la radio, le dije,
¿cuántas te quedan en el rollo? Doce. Hasta veinticuatro, la radio garpa, le
aseguré a la despedida.
Y allí estaba
con la Beba, es decir, María Pía, caminando por las callecitas porteñas como
ajeno al paisaje de la mersa quejosa, a medias olvidado del noble oficio
movilero y a la pesca del piringundín que diera cobijo a la más íntima
conversa, feca de por medio, nada sencillo en una ciudá arrebatada donde los
bares con la tele encendida daban refugio al sediento cacerolero.
Lejos del espicentro de la protesta, a la final nos acomodamos en un
boliche. María Pía guardó la cacerola en un bolso y yo acomodé el geloso
camuflado debajo de la mesa. Ni falta que hizo tirarle la lengua. No me van las
multitudes, arrancó diciendo, y menos cuando están enardecidas. Pero batir la
cacerola me parece original, y hasta una manera de participar y hacer política
como debe ser, Marcial, como gente inteligente que no se deja llevar por los
planes sociales, los choripanes ni las promesas. Es fabuloso, ¿no te parece?
A veces el
pasado trafica como imagen engañosa de un espejo cóncavo. ¿Qué quedaba de
aquella Beba que estudiaba agronomía y soñaba con irse al campo, a una granja
coletiva y socialista?
Se fue al campo,
eso sí, me contó mientras sorbía el café, pero con un bacán que la tuvo como
reina hasta que la cambió por otra más joven. Viajó por el mundo, no se puede
quejar, hoy vive bien con lo que el lunfa le pasa por mes, más espensas e
impuestos. Además, labura en una imobiliaria del trocén. Hasta se da el lujo de
amarrocar unos dólares al mes como pa bancarse un viajecito esótico por año. Pero
María Pía tiene un problema al que no le encuentras esplicación. Es un
sentimiento que le viene de muy adentro, o que está en el pellejo, como una
soriasis, como una alergia, me esplicó, palabras testuales, porque de Troski se
olvidó, de política no entiende un soto, apenas ojea algún diario y se
entretiene los domingos con Lanata, que la pone al tanto de toda la porquería
que es el gobierno, la ditadura que es, la soberbia que tienen, me dijo, y el
problema, mi problema, es el odio, que eso no es vida. ¿Cómo se puede odiar
tanto que hasta enferma? Odia la manera de hablar que tiene Ella, la seguridad
que trasmite a los alcahuetes que la escuchan, todos pagos, le odia los gestos,
la sonrisa pérfida, la tristeza fingida, el dolor de viuda alegre, el luto
repetido, la ropa que usa, las carteras, los zapatos. Le odia el colágeno, el
peinado, los besos que reparte entre el pobrerío, le odia la emoción, las
lágrimas, los corpiños y las bombachas
que imagina de buen gusto y caro. Odia, odia tanto que, presume, así no se
puede vivir, no se puede aguantar tanto odio. Está claro que no se puede salir
a la calle gritando así, el odio, pero hay un montón de motivos, la ditadura de
Ella, de la Cámpora, por ejemplo, la inseguridá, la corrución, la soberbia. Se
tiene que ir, Marcial, hay que echarla de alguna manera, que renuncie, que se
vaya.
Debajo de la
mesa, el geloso con micrófono incorporado, a full. Arriba, en la zabeca, el
recuerdo lacerante de aquella Beba que se emocionaba con la labia de Coral. ¿Y ahora? Nada. Cacerolear es como una
terapia, Marcial, como sacarse un peso de encima, igual que después de la
sicóloga. Eso.
Buena mina,
María Pía. No mató a nadies, nomás que está indinnada. Quizás, me
dijo, se apolillaría esa noche sin embucharse el comprimido de Trapas nesario. Y octimista allá en el fondo, soñaría
con angelitos rubios, preciosos, haciendo rondas alrededor de un fuego inmenso
y purificador donde, atada a un poste, se quemaría, a fuego lento, una bruja.
Hasta aquí.
Debajo de la mesa, hacía rato me había crepado la cinta del geloso. Yo seguía
mirando a María Pía y quería encontrar un cacho de Beba, un pedacito nomás.
Pero, minga, las doce y el fuego sin prender. Entonces, ella me echó una carta
pal remate: vivo sola, los chicos ya son grandes.
Pelé del
bolsillo el carné de periodista. Me miró, sonrió pícara, como en las viejas
épocas: ¿qué tenés que hacer ahora?
La cacé al
vuelo. La Beba no perdía las mañas. María Pía tampoco. ¿Me vas a afiliar al
partido cacerolero?, le entré por el lado del recuerdo y soltó una risa franca.
Ni ahí, si estás infestado por el relato de Ella, no tenés cura. ¿Otro café? Eso es muy burgués, me acorraló.
Tenés razón, le acecté. Mejor llévame lejos, Marcial, y haceme volar un rato.
Simpática, la
Beba, María Pía Legarreta. Cachamos un tasi. Las calles, ya desiertas. Vivía en
un séctimo piso de Barrancas de Belgrano.
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