Estimados caballeros que en esta consuetudinaria mesa aquilatan su existencia con la filosofal
hondura de tan exquisitas ponencias, permítanme chantar aquí cual humilde
asociado que soy, una rogatoria que, no dudo, ustedes sabrán interpretar
acabadamente. A la postre, creo innecesario mencionar que aquellos a quienes
represento, aguardan de ustedes un apoyo decidido y generoso para la
consecución del objetivo de marras, es decir, el reconocido homenaje a uno de
los tantos hombre que elevó el nombre de nuestro glorioso club al firmamento de
los grandes. Me refiero, como ya saben ustedes, a Carlos Eusebio Benavídez,
nuestro querido Carlitos, quien desde niño contagió de alegría estas aulas de
la cultura popular y ya en adulta edad, aunque alejado de las vicisitudes
locales y acaso devorado por la flama de
la celebridad, jamás dejó de portar con orgullo en lo más profundo de su
corazón, la enseña rojinegra del gran Fulgor de Mayo.
Antes de continuar, aceptaría el convite de nuestro inefable barman,
señor Marinelli, pues nada afecta en suprema medida el buen decir y la labor de
las cuerdas vocales como un vermucito acogedor, cuanto más si trata de una
cinzanito con hielo, fernet y un chorrito de soda. Muchas gracias, señora
Colombres. Gracias. Salud. Salud a todos. Y permítanme explayarme sobre las
líneas fundamentales que hacen a la existencia de nuestro querido Carlitos
Benavídez, elementos que muchos de ustedes, como mi amigo Urbansky o el doctor
Salvatierra sin duda conocen, pero que nunca está de más refrescar en la
memoria . Salud.
Ahora bien, siguiendo mi raconto sobre el que trataré de ser breve, era
nuestro querido amigo, como todos saben, hijo de la indómita sangre guaraní, el
menor de ocho hermanos paridos como sacudón de metralleta por doña María
Cristiana Gómez Huella, merced al aporte inestimable de don Raúl Florindo, experto
albañil oriundo del Paraguay. Hijo dilecto de su madre, es de imaginar, y acaso
de una hermana diez años mayor, no así por parte de su padre y menos aún de sus
hermanos varones, aquel amanecer sin duda le puso norte a sus días . Permiso, una aceitunita. Un quesito. Gracias.
Salud.
Como les decía, desde purrete, Carlitos se evidenció afable en el trato,
refinado en los gustos y proclive a la llana manifestación de los sentimientos
más puros, cualidades que, en la áspera existencia de los trabajadores del
andamio, significaron a la postre más obstáculos que ventajas. Su paso por la
sala maternal de nuestro club y por las aulas de la Escuela 24, sembró huellas
de infinito entusiasmo, mas luego, circunstancias de la vida encallecida de los
humildes, rudeza que impone la necesidad, alguna refalada en la aritmética y la
gramática, al fin el destino o la voluntad de su padre lo engrilló muy joven,
con apenas catorce abriles, a la aspereza del noble oficio del ladrillo. Curtido con las heladas del invierno y los solazos
del verano, afirmado muscularmente en el hombreado de las bolsas de cemento,
virilmente esculpido en la obra material, era ya entonces un varón por demás
llamativo, alto y de firme contextura, de grandes ojos negros y rasgos
delicados, todo lo cual configuraba un atractivo para las niñas y jóvenes de
nuestro querido barrio. Pero Carlitos Eusebio Benavídez no estaba hecho para
esa existencia, cierto que noble aunque rigurosa en extremo, a tal punto que sus
últimas apariciones en la labor edificante del albañil, como todos saben y
tanto se ha hablado, se caracterizaron por el uso de delantal celeste, guantes
de látex y barbijo médico, implementos que si lo pusieron a salvo de la
aspereza de la cal, lo condenaron por otro lado al juicio bárbaro del obraje,
tan proclive a atribuir mariconería y doblez al cuidado varonil.
Debo confesar que esta lengua a la vinagreta elaborada por las sabias
manos de la señora Colombres dignifica el paladar de quien les habla. Bravo,
señora. Y qué decir de tan versátil
salamín tandilero. ¿De Mercedes? ¿Usted lo trajo, señor Mercier? Pero muy bien.
Si me alcanza una rodajita de pan, le agradezco. Gracias. Permiso. Ya
está.
Ahora bien, tal como les decía, desde muy joven nuestro entrañable
Carlitos dio que hablar. Lejos estaba aún del pusilánime mote de “Chongo
Benavídez” con que la vocinglería popular supo caracterizarlo. Y es que nadie
se hace chongo, por así decirlo, de un día para otro. Largo camino que es preciso
recorrer, pletórico de conquistas amorosas, entreveros de ida y vuelta,
sacudones y sacudidas en el dar y recibir, la domesticación del impulso sexual
significa una exigencia fundacional, una extensa labor cerebral apuntada en la
dirección justa para que el sentimiento se haga percantina dócil y manejable. Y
por cierto que el joven había iniciado su azarosa carrera guiado por un
perspicaz instinto. ¿Quién no le recuerda en las memorable justas del billar
fulgurense junto a Moisés Daichman, el Tano Fratelli y Alberto Lutz? ¿Cómo
olvidar su presencia galana en los bailes del universo tropical cuando al ritmo
de Alcides y Comanche, sólo por nombrar algunos, hacía las delicias de las
niñas con sus afamados movimientos en históricas exhibiciones danzantes junto a
sus parejas de turno, la Chela Solís, Dorita La Culona Cosimano y la Pomelos Guzmán, entre otras? No
exagero si afirmo que, ya entonces, con apenas dieciocho años de edad, nuestro
querido Carlitos era aspirante doctoral del masculino levante y a juicio de
aquellas, hoy señoras de buenas familias, aunque no digo todas, si se me
permite el exabrupto, era en el postrero quehacer de las sábanas, un tres patas
del infierno, una bestia desatada capaz de gastar los cartuchos que hicieran
falta para dejar a toda amante que se preciara en solicitud de auxilio. No
quiero dejar de mencionar al respecto, la contribución docente que en aquel
plano le dispensara aquella afamada meretriz y titular de la señera wiskería
“Rosa Blanca” de San Justo, la Rubia Segura, a quien ustedes todos conocen, la
que le abrió los conocimientos intrínsecos del arte, no solo de las mil y una
posiciones corporales cuanto del manejo espiritual de la herramienta, la
hechura y confección de los clímax amatorios , el secreto subliminal de las
caricias y la fórmula ganadora del simple gesto.
Gracias, estimado amigo Marinelli, pero no puedo combinar mi cinzano con
un gancia. Disculpe usted, es mi costumbre que la segunda copa sea análoga a la
primera. Faltaba más. Y por favor, sin tanta soda. Un chorrito, nomás. Así.
Gracias. Pues, como les decía, permiso, pero estas milanesitas cortadas me
recuerdan las de mi santa madre, que Dios la tenga en su seno, que sin duda
reconfortará al Divino con su sapiencia culinaria. Como les decía, pues,
nuestro ilustre había iniciado su carrera que se adjetivaría novelesca, aunque
sin duda alguna, con la aprensión y lógica indiferencia de su mundo familiar,
reacio y miope en su ignorancia para comprender
el sentido de sus pasos. Apenas la madre y a escondidas, si lograba
reunir unos pocos pesos, contribuía a su primordial manutención, lo que no
alcanzaba para sostener y alimentar la estampa requerida en los avatares de las
conquistas amorosas más elementales, exigentes aún en el ambiente del minerío
cachuzo, tal como lo define usted, señor Mercier, y no lo juzgo por ello aunque
me suena irritativo y francamente agresivo para con las damas de nuestra
humilde barriada. No se ofenda. Ahora bien, mas como suele ocurrir en la vida,
la necesidad sabe ser madrina de grandes decisiones. Para nuestro entrañable
Carlitos, la disyuntiva estuvo planteada y no se revolvió mediante rezos y
cuanto menos en la horizontal de la postración al que lo sometió un cuadro
depresivo, natural en quienes ven fenecer sus anhelos. Hablamos de indoblegable
voluntad, de un espíritu tan arisco como creador, de una apetencia emancipante
o de un innato olfato para hallar respuestas en las confusas encrucijadas que
el devenir impone, lo cierto es que supo encontrar en la exquisita Melina María
Peralta Gómez, la brújula incandescente para orientar el sino de sus días. Y
quiso esta señora de muy bien llevados cuarenta y cinco años, rica heredera y
en tren de divorcio, empresaria del negocio inmobiliario, que aquel joven
aparecido en su casona Barrancas de
Belgrano, de humilde oficio jardinero, en un tiempo prudencial, y esto dicho
sin barda chabacanería, trasmutara el corte de pasto y poda de ligustrina en el
augusto cepillaje de su propio monte de Venus. Y no es motivo de risa, señores.
Fue una enjundiosa labor que la dicha patrona, a la sazón agradecida, supo
compensar durante varios años con nutrimento material y espiritual digno de su
noble estirpe, a sabiendas de que habida la materia prima, solo se trataba de
domesticarla. Como diría el mismo Carlos Eusebio Benavídez años después, vento
a discreción, pilchas cogotudas para envidia de la mersa y, por sobre todo, el
toque de distinción necesario que su origen de parto le negara. Educarse en las
maneras como en el intelecto, trocar sabiamente el decir profuso y berreta por
el callar sensato, la parada del ganador mistongo por el porte sutil del galán con clase, degustar un Mozart en lugar
de Leo Mattioli, un entrecot au vin en reemplazo del aún sabroso choripán, o un
cabernet de decana cosecha en detrimento del afamado tetrabrik, fuero
cuestiones que hubo de resolver con la broncínea talla de los próceres.
Ahora, si me permiten, estimados amigos, bien podría llamar respiro a
este enjugarme los labios, y pues vaso que se acaba ha de llenarse nuevamente,
permiso, bien, señor Marinelli, todo suyo para que nos regocije con una nueva
dosis. Parafraseando a Oscar Wilde, la única manera de librarse a una tentación
es sucumbir a ella, y bien dicho que fue, no he de escatimar esfuerzos, menos
aún en la degustación de estos ingredientes que la señora Divina aporta sabiamente
a medida que los jugos gástricos los demandan para no actuar en falsete sobre
las delicadas paredes del estómago. Bien que las frituras exceden mi capacidad
de contención, no es menos cierto que una papa frita, solo una, contribuye
generosamente a la salud espiritual, aserto que han reconocido encumbrados
hombres de la ciencia médica. Gracias, señor Marinelli. ¿Oyó usted hablar de
Carlos Eusebio Benavídez? ¿Lo recuerda? Así lo supuse. ¿Cómo olvidar aquel mozo
que en la flor de su edad juvenil, bendecido por la gracia de doña Melina
Peralta Gómez, ya habitué de los más abacanados círculos porteños y provisto de
abultada billetera, sabía dejar su automóvil lejos de la mirada curiosa del
vecindario para arrimarse a pie hasta el viejo club de sus amores a fin de no
despertar la envidia de terceros? ¿Cómo no recordar su agraciada presencia en
las mesas del billar, bien que desprovisto de toda elegancia extrema, en ese
permanente regresar a sus fuentes, acaso ya paladeando una nostalgia? Claro que
ya se hablaba de Carlitos Benavídez como fruto de otros mundos. Inevitable. Los
padres, humildes trabajadores, lejos estaban de entender, en un comienzo, cómo
aquel hijo bobo se las ingeniaba para vivir de tal suerte y manera, según
sabían, en un pituco departamento del centro. Dos de sus hermanos varones quizás
intentaron imitarlo aunque antes que tarde debieron comprender que a fuerza de
cortar pasto y podar cercos, nunca la
fortuna dejaría de ser tan esquiva. Con todo, nadie puede esconder el sol con
una mano, y cuánto menos cuando la contumaz labor del paparazi arrima el
escrache fotográfico sin pudor ni vergüenza. Pues atrás había quedado Melina
Peralta Gómez, su mentora y guía de los primeros pasos, quien nunca le perdonó
la helada la displicencia con que la abandonó el día menos pensado para irse,
acaso tentado por la galería de ricos y famosos, detrás de una bailarina
estrella del teatro Maipo, quien le abrió las puertas del cotorrerío
farandulero de la nocturnidad. Y tiempos
duros para los Benavídez, ya en el barrio de la Textil, el mote de un hijo
“chongo” se imponía a modo de banal insulto y hería el orgullo guaraní del
viejo Florindo y de sus demás hijos, quienes ni aún en los peores momentos,
acicateados por la miseria, aceptaron jamás la ayuda financiera que éste les
ofreciera. Solo la madre, allá por los ochenta, se acogió a diversos obsequios
que siempre escondió bajo llave. La única hermana, la Ruli, siguió tratándolo
con la esperanza de que alguna puerta se le abriera en las pasarelas de la moda
y del espectáculo, pero con el tiempo, visto que las condiciones le escaseaban y
los años se le amuchaban fiero, acabó por negarle el saludo. Carlitos Benavídez
jamás regresó a la casa natal. Pero sí lo hizo este club de los amores, donde
se lo recibió siempre con los brazos abiertos, tal como se recibe a un
hijo. Un brindis. Pido un brindis por el
alma inmortal de nuestro queridísimo Carlitos Eusebio Benavídez. Salud.
Gracias. Gracias. Y coincido absolutamente con las tiernas palabras del
doctor Salvatierra que me permito reiterar. Como el viejo payaso de circo,
también el chongo esconde detrás de la sonrisa palurda, una grave y pulenta
tristeza. El amor es un sino ingayolable y se raja como un reo por las
alcantarillas del vento facilongo. La cloaca es su destino. Excelente, doctor,
excelente, brillante. Salud.
Claro que todo depende de la óptica con que se mire. Traigo a colación lo
recién dicho por usted, doctor Sansosti, ya que no le voy a negar sus
conocimientos en la ciencia médica, y mucho menos puedo obviar su erudición
bien ganada que la tiene con sus años de afamado lustre en los burdeles y
puteríos de la zona que sin duda superan a los empeñados en el ejercicio de la
medicina. Es cierto, Desde que se inventó el viagra, cualquiera varón puede ser
chongo. Pero es menester reconocer, y exijo que así se haga, que cuando nuestro
querido Carlitos se inició, tal aporte no existía. Debía el varón, si se me
disculpa el exabrupto, laburar su pistola con absoluta concentración mental,
exigirle dotación sanguínea, darle soporte firme aún en la peores condiciones,
gozar de una salud envidiable, estómago de fierro y neuronas de amianto, para satisfacer la demanda. El éxito, al fin,
podía parangonarse con una goleada en la Bombonera. Salud. Pero así no puedo brindar,
señor Marinelli, por favor, me tiene seco usted. Otra ronda, por favor, yo
invito. Lo mismo. Empiezo con lo que termino, ya le expliqué. Olvídese de la
soda. Cubitos nomás. Así. Ahora si, salud.
Para ir concluyendo, estimado auditorio de este eximio bar buffet, y
antes de abotonar mi espicher, como todos imaginarán, con el natural y
consabido mangazo, es decir, contribución de ninguna manera obligatoria o
forzosa, permítanme traer al recuerdo los mejores años de Carlos Eusebio
Benavídez, circunstancias que muchos de
ustedes conocen pero que no está de más refrescar en la memoria. Y es que
nuestro querido Carlitos, hijo dilecto del glorioso club que nos cobija, se
elevó a la estatura de los grandes sin más herramientas que aquella que la
naturaleza le proveyera, virtud insoslayable a la hora de cuantificar su valía.
No puedo dejar de recordar aquellas tapas de revistas, allá por el 89, con su
fotografía durante la temporada estival de la Perla del Atlántico junto a
Carlitos Balá, y más luego, en la Bristol, a la sombra de los generosos
pechos de una afamada vedet, o aquellas
de las páginas policiales que certifican su paso victorioso junto al gran Diego,
qué decir de los innumerables testimonios que dan cuenta de su de su vivaz
concurso en eventos internacionales en Brasil, en Méjico, Miami, siempre
abonando la simiente de su fértil instrumento para alborozo y dicha de una
clientela jamás defraudada, siempre dúctil y generoso para dar todo de si en un
mundo ávido de amatorias tántricas experimentales tan de moda en los años 90.
De más está mencionar, pues es de público conocimiento, su trascendencia
allende la frontera patria, cuando la reina del pop, si señores, la mismísima Madona, durante su
gira del 98, allá en Acapulco, lo trató en la intimidad más íntima y en éxtasis
de inspiración le dedicó aquel tema de su autoría que fuera suceso mundial en
ventas. Y claro está, huelga contar todo lo que ha significado Carlitos en la
historia grande de nuestra barriada, sus aportes desinteresados al Comité de
Huelga de la Textil allá por el 99, a diversas organizaciones sociales tras la
crisis del 2001, el padrinazgo que ofreció a la Escuela de Capacitación que
lleva su nombre, donde decenas de jóvenes se han instruido en el arte amatorio
profesional al calor de las clases
magistrales de María “La Rubia” Segura, o el laureado sexólogo brasileño Joao
Helder Amaral, o usted mismo, doctor Salvatierra, bien recuerdo, con sus
brillantes ponencias sobre las técnicas eróticas de la antigüedad
greco-romana.
Por todos, estimados amigos, quiero brindar. Un chorrito más, por favor.
No se preocupe, doctor, no vine en auto. ¿Alguien me puede alcanzar hasta casa?
Gracias. Así está bien. Un poquito de hielo. Así. Muy bien. Decía entonces,
brindar y pedir el mangazo, ya que de ello se trata. Como ustedes bien saben,
se cumplen, el mes próximo, diez años de la desaparición de nuestro entrañable
Carlitos, cuando víctima de deleznables empresarios, durante el invierno del
2004, debió posar prácticamente desnudo en una sesión de fotografías en las
laderas del cerro Catedral para una campaña publicitaria de profilácticos. Era
entonces un veterano codiciado, varón de chuletas desgrasadas en jornadas
agotadoras de gimnasio y sesiones modeladoras, de abdomen endurecido y tallado,
bien que con su herramienta en pleno goce de facultades, y así con todo, acaso
flaqueza de su sangre guaraní para soportar la friolera de las altas cumbres,
contrajo aquella gripe que hizo estragos en su salud. De modo que, como decía,
gracias, es suficiente, me parece que he bebido en exceso, gracias, un traguito
más y basta. Les decía entonces, que a diez años de su fallecimiento, ex alumnos
de la Escuela de Capacitación que lleva su nombre, tramitan ante dependencias
municipales el permiso para la instalación de un busto que lo recuerda, obra
del notable artista plástico fulgurense, profesor Emilio Saragusti, junto a la
acera de la casa natal, al tiempo que
promueven una ordenanza para declarar a la misma, pese al rechazo de la
familia, Casa Museo Carlos Benavídez. Estoy
bien, no se preocupen, muchachos. Si me ayudan a ponerme de pie, agradezco.
Gracias. Así. Decía, de un aporte voluntario que cada uno de usted pudiera o
debiera hacer para sufragar la obra, el busto que lo recuerda, pues qué más
decir, nuestro inmortal Carlitos ha de sobrevivir en el bronce, sin duda, y a
la espera quedo de vuestras billeteras abiertas y desinteresadas, frágiles pero
dignas y agradecidas, flacas, quizás, aunque ávidas de contribuir. No importa,
fue un tropezón nomás. Quien no tropieza en este mundo aciago y en su estoico
yiro que inspira el día y la noche, los equinoccios, el invierno y el verano.
Gracias, estimados caballeros, gracias. Si alguien me arrima hasta casa…
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