A prosópito del grotesco entuerto
guasapero que días pasados protagonizaron los diputados Masot y Bossio sobre
compra-venta de porotos, en la consetudinaria mesa del bar buffé, el dotor
Salvatierra trae a la memoria de los presentes el ejemplo del siempre recordado
Marcelo “Sanguchito” Pérez, socio dileto del glorioso, fenecido hace unos años
en más que lutuosas circustancias. Y es que el susodicho supo grabar a fuego la
másima samartiniana, la novena más precisamente, esa que dice como consejo a la
hija, que hable poco y lo preciso.
Hijo de humildes zapateros
remendones, Marcelo Arnoldo Perez dio sustento a su apodo “Sanguchito” en
inumerables refriegas societarias que, desde los tiempos del gran Ismael
Celentano, las hubo de sobra en la historia fecunda del glorioso.
Allá por el 61, en ocasión de
debatirse en pública asamblea de socios la modernización de la cancha de bochas
que incluía los tres escalones de cemento de tribuna, cuenta el tordo que el conteo
de los votos nesarios pa encarar la obra venía complicado in estremis. Tal
parece que la guita estaba porque la ponía taca taca don Heriberto Ayala,
caraterizado socio de alta biyuya, que la prestaba fresquita y a devolver en
cómodas cuotas. Pero bolonqui en puerta, los partidarios de ampliar el salón de
fiestas picaban en punta pa usar la marroca en chantar el escenario de la
orquesta, visto que los de la Típica Ases del Compás hacían malabares en la
vieja tarima cada vez que animaban las sabatinas Noches Tangueras, y ni hablar
de la Tropical Bermúdez que sacaba lustre en las carnestolendas. En esas
circunstancias, visto que la decisión venía peliada y el poroteo daba empate
clavado, unos y otros buscando socios pa levantar la mano a su favor, asegún el
doctor Salvatierra, los bochófilos lo encararon a Marcelito Perez, entonces un
purrete con hambre de gloria y más hambre de en serio, pa que compareciera en
la pública asamblea, a lo cual el boncha respondió con la inteligencia de los
que saben: “y…, si me convidan un sanguchito los apoyo”. Ésito total, a la
final la cancha de bochas fue una realidá.
De ahí en más, cada vez que hubo
que tomar decisiones, estaba cantado que el pibe jugaría en el doparti según
quién lo proveyera, de tal suerte que el “Sanguchito” tuvo su razón de ser. Con
los años, varón hecho y derecho, autodidata curtido en bibliotecas populares,
Marcelo Pérez no sólo proyetó el valor itrínseco de su apodo sino que lo enalteció con apasionadas
letras que cuajaron a la final en su notable obra poética, “Salame y Queso”
(1985) y “Triple de Miga” (1991).
Con todo, fértil escriba, la
oratoria nunca fue su fuerte. Convocado a cuanta asamblea de socios se hiciera
y hasta partícipe en reuniones de CD, el varón hizo gala de labia cortina, pero
su valía a la hora de levantar la mano se hizo notar siempre. Célebre entre
todas sus intervenciones, costa en actas que el 19 de mayo del 77, en ocasión
de tratarse la toma de un crédito bancario para alquirir el campito de la
esquina de Perú y Otamendi donde se haría la prática del fulbito infantil,
Marcelo Pérez votó por la negativa a mano alzada con el mismísimo sánguche de
mortadela en pan francés con que lo habían fajado pa que así lo hiciera. Años
más tarde, le sobraría jeta para comparecer en la eleción del presidente
Quiñones, apoltronado en una silla al fondo, cosa que endemientras se trataba
el asunto, le hacía sin asco a una bandeja de los afamados de miga de “Confitería
La Favorita”. Ovio, su voto fue pa los donantes del ingeniero Furio.
Hay que reconocerlo, el hombre
jamás fue requirente de contante efetivo, cosa que no le hubiera calzado mal
vista la misiadura que endesiempre lo acompañó. Cotizó su voluntá en productos
del noble trigo y los embutidos y a la hiriente sanata que el Rengo Marinelli
supo dedicarle alguna vez, “te vendiste por un sánguche y dos mates frios”,
supo responder con la altura de los gallardos: “lo que haría por un chori
mariposa en un felipe sin miga”.
Marcelo “Sanguchito” Pérez finó el 4 de agosto del 2003, a
la edá de 63 años, vítima de un cuadro agravado de la diabetis. Velado a tapa abierta en el sobretodo de
madera que lo llevaría a mejor vida, las manos frías cruzadas sobre la zapán,
abrazaban un pebete de crudo y queso con que los gomías sempiternos lo
convidaron en el último suspiro.
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