Fue sin duda una fiesta patria
diferente, al menos a las que nos acostumbramos a vivir durante los últimos
diez años. Lejos de las bullangueras concentraciones cargadas de multitudes
ávidas de choripanes y esotéricas carnestolendas (pálido remedo de aquellas
primeras que atraían al gauchaje de los suburbios hasta la Plaza de la Victoria),
primó en este año la sobriedad antes que la oratoria destemplada, el sereno
compartir familiar alrededor de la mesa plena de manjares criollos
tradicionales en lugar de vacíos recitales ajenos a nuestras raíces, en suma, la meditación compartida alrededor de los
sucesos que 206 atrás significaron el principio del fin de la dominación
colonial española en América.
He asistido a diversos encuentros
hogareños plenos de tan hondos como
mesurados discernimientos, aquí y allá, unos proclives al exaltado morenismo
y otros partidarios de la pulcra roncería de Saavedra, aquí los apresurados de
siempre, adláteres del jacobino Castelli, y allá sus críticos; enriquecedores
intercambios teóricos respecto de la fracasada primera expedición al Paraguay o
del extenuante bloqueo a Montevideo, hasta
más técnicas y autorizadas posturas sobre las causas de las derrotas criollas
en las batallas de Huaqui y Sipe Sipe.
Verdaderos fogones patrióticos
munidos de afanes por parecerse a nuestros gauchos bravíos, en todos los casos
primó el apocamiento alimenticio antes que la bárbara ingesta de carnes y
grasas , el ardor humano antes que el
artificioso calor emanado de estufas o caloventores , el alumbrar
macilento de las velas antes que la
iridiscencia de la vía eléctrica, y en ocasiones, allí donde los medidores
obran con opresivas reminiscencias realistas, el agua de aljibe recogida de
nuestras lluvias supo imponerse al torrente de las canillas. En casas recoletas
de Marcelo T o Barrancas tanto como barrios tristemente carenciados, he podido
escuchar los sones de nuestro himno nacional, el recitar emocionado de los
cielitos de Bartolomé Hidalgo, y al cabo de la jornada, el crepitar de globos
amarillos que coronaban con sus mágicos reventones, la alegría de un nuevo
aniversario.
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