No había que ser inteleto piola pa imaginar que la güesuda
le andaba pispeando las verijas desde tiempo atrás. Uno la veía venir, después
de tanto cirugeo, con la palabra cáncer que mete miedo, con la cuidadosa
reserva que los médicos cubanos sostuvieron cuando la última tajeada en Cuba,
con los viajes que los mandamases latinoamericanos le hacían a la isla pa
volverse después callados . Y luego, el regreso a la Patria, el silencio de
quienes lo tenían cerca, la moderación de los pronósticos. Uno la olfateaba de
posibilidá tan cierta como dolorosa. Pero igual el anoticiamiento que a la
final se dio, fue un sacudón pal espanto, un trompis a la mandíbula que nos
dejó en nocau sentimental. El comandante se nos había ido. Puta muerte, hay
tanto conchudo parásito haciendo la plancha en una esistencia de mierda, por
qué justo a él. Lo mismo que este cronista se preguntó allá por los setenta cuando
la muerte de don Agustín Tosco, o hace poco, la de Néstor.
Si uno fuera creyente en la esistencia de algún dios, podría
suponer que los Divinos, sea quienes sean, en alguna Comisión Política, de
Planificación celestial o de infraestrutura universal, anduvieran necesitando
el asesoramiento de los mortales más o menos entendidos, manyados en los
asuntos del pobrerío, en las dolencias de los desheredados. Quién sabe si desde
tan lejos, tipos como Zeus, Apolo, Cristo, Alá, Buda o quien carajo se intitule
banca asoluta, pudieran arreglar las tropelías del bacanaje terrenal, de los
dueños de la gran torta que se morfetean a gusto y de la que reparten nomás las
migas. Quién sabe si a los Divinos les diera el cuero y entonces precisaran de
consejos en carne y güeso.
Pero quien suscribe, por suerte o desgracia, es un anóstico
en las cuestiones de la fe y no le queda más remedio que acectar el mandato del
ADN, de la célula, del organismo y el celebro humano. No le queda otra y
entonces embucha la suerte, putea como es debido, llora, vuelve a putear y se
la banca. Hugo Chávez Frías murió y si aceda a la imortalidá, no será por obra
de los cielos sino por la memoria de los pueblos.
Memoria de los venezolanos, antes que nadies. Memoria de
millones de quías que antes no esistían para los titulares esclusivos de la
renta petrolera, apenas humanoides grotescos que habitaban los cerros y el llano
profundo, sangre descartable con menos valor que la de un perro, con perdón de
los cánidos. Este cronista se ha plantado horas frente al televisor para ver
desfilar a esa masa interminable de gente, desposeídos de antes que acaso
muchos no hayan dejado de serlo en términos materiales pero que en de repente,
por obra y gracia de ese hombre que les hablaba durante horas con la llana
dialética del común, pudieron afirmar algo que al fin y al cabo les pertenecía,
a saber, la propia esistencia. Si, esistimos. Somos. Vivimos. Y decidimos.
Acaso no haiga más suprema espresión de la condición humana
que la posibilidá de decidir. Decidir ser, en primer lugar. Entonces uno ve a
una piba que no tiene más de quince años, que nació con Él, quebrada en llanto
y así de pronto hablando de Patria, de Revolución, de Socialismo con una
soltura que te pega en el caracú, y después a una jovata que abraza un cuadrito
humilde con la foto de su comandante y se le lengua la traba primero y vuelta
con la Patria y las misiones y un primer médico que la revisó en sesenta años
de vida, y más después un morocho de los que asustan, con más músculos que
Bonavena, lagrimeando como un nene, el puño en alto y balbuciando al paso del
jonca que a Él lo lleva: “Soy Chávez”.
A este cronista se le dio por llorar tupido también, si por
la muerte del hombre, quizás, y con certeza, por esa irrución de dinnidad hecha
carne, de amor gigante hacia el líder mezclado con el discurso posta con cadencia
caribeña de miles de anónimos que, puestos frente a una cámara y micrófono soltaron
una labia sin duda parida en las escuelas, en las esquinas de los barrios
profundos o en el yugo de cada día: Patria y Revolución, todos somos Chávez.
Se me pone la piel de pollo, se me pone, me dijo mi ayudante
aljunto, el Pibe Garófalo. Y sí. A uno
le viene esa cosa en las tripas que por algún hilo condutor va derecho al lagrimal.
Y cuando en el velorio pasa un milico por delante del jonca, y allí se detiene
un istante, y le hace la venia y se quiebra y se lleva el puño al cuore,
mierda, cómo no engrillarse a la comparativa de lo que fueron los ejércitos en
este culo del mundo durante tantas décadas sino milicias de ocupación imperial.
Pa la semblanza del comandante, sobran entendidos y no es
cosa de agregar al dope. Si de entender su hacer de gobierno se trata, a favor
o en contra, hay para regalar en los diarios, en la radio o en la tele, mismo
que especulaciones de lo que vendrá, desde las fundadas hasta las más colifatas.
Lo que trasciende al sencillo ver, es que más allá de lo que
pueda decirse, ya el varón se hizo bronce en el mejor de los sentidos. Porque
al bronce de nuestros próceres de la primera independencia, en parte enfriado
por el tiempo y el destrato, es el suyo un bronce caliente en trance de fragua,
metal que yerbe y libera energía cuando los panegirios del fin de la historia
se hacen la puñeta frente al cuadrito de Fukuyama.
Y a la verdá, pa jovatones como este que escribe, las cosas
que están pasando en estos años, la verdá verdadera, tiempo atrás no pensábamos
que las fuéramos a ver. Que don Simón Bolívar haya salido de los viejos arcones,
que un Evo, que un Correa, que viejos guerrilleros como Dilma o el Pepe Mujica,
que Néstor y Cristina, cada cual con su vianda propia, qué se yo, es como estar
soñando. ¿Sueños imperfetos? Cierto. ¿Desprolijos? Y qué querés. ¿Confusos? De
seguro. ¿Sucios? Mas bien, así son las aciones de los pueblos cuando despiertan
del letárgico. ¿Asurdos imposibles? Andá a cagar.
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