jueves, 27 de diciembre de 2012

8 N. Amor al paso



La muy indinnada María Pía


Eran otros tiempos, es cierto. Recuerdo que en aquellos años juveniles empapados de místicas emancipadoras, encarar al minerío setentista llevaba tiempo, cotizaba pacencia, mucha labia y menos pinta que ahora. Poder de convición antes que nada pa derrotar el mandato de los viejos ya resinados a la liberación sesual: si lo vas a hacer, que sea por amor, eso sí, no te equivoques  mucho, nena, que después no te van a querer ni en las carmelitas.
 La cosa le apuntaba al noviazgo largo y sereno para que a la final la naifa acediera a la carnal consumación del amor. Llegar a esa instancia suprema sin sentirse paganini, o sin requerir los servicios de una esperta meretriz, zampaba un camino plagado de ostáculos, plejuicios y negativas, así que, con frecuencia, hasta el piberío femenino revolucionario venía con cinturón de castidá. Ecección extraordinaria, era el minetaje del trosquismo vernáculo. Famosas las fiestas y peñas del partido de Coral, a la final, uno terminaba de paso por allí, viernes o sábado, diez de la noche, la caña lista y el anzuelo encarnado, pa ver de pescar tupido. Y si a cambio había que afiliarse, uno se afiliaba.
Así la conocí a la Beba Legarreta. María Pía Legarreta, oveja negra de una familia bien, un minón entonces, noventa-sesenta-noventa, ancas de bronce, unos pechos como prendidos al cogote, minifalda ultracorta y zuecos de 40 centímetros, una escultura, la Beba. Una noche de aquella me apiló contra una pared del comité socialista, me zampó un chuponazo que me sacudió la coronilla, me prometió un continuado en la gruta del Bosque e isofato le firmé la afiliación. Cuando llegamos a las sábanas, dos días después, me manyaba de memoria las Obras Completas de Nahuel Moreno y era trosco de la primera hora. Al mes, la Beba me calzó de puntín y me mando a panfletiar en la puerta de los Astilleros. No volví a verla hasta vez pasada, cuando la radio me mandó a cubrir la  concentración cacerolera del 8 N.  
Linda noche como de verano, me mandé al laburo con mi aljunto secretario, el Pibe Garófalo, Panza, cámara Kodak istamatic modelo 80 a la mano pa reflejar la realidá en diapositivas todo color. Y así nomás que nos echamos a caminar desde Costitución, camino al centro, la cosa era arrimarse a la cocina convocante que a modo de palco sin orador funcaban alderredor del obelisco, calzado como fálico estandarte de la porteña estirpe. 
Plástico carné de periodista a la mano, grabador portátil con micrófono incorporado, ya en las alyacencias del mítico monolito le encaré al reporter, bien que al medio de tres jovatas que batían las sartenes al estilo Tula refinado. Pregunta al ruedo más ovia que regalo de cumpleaños: ¿por qué están acá? Y así nomás que una de las naifas empezaba a hablar, se arrimó un morocho como de dos metros: no dea reportajes, doña, que la van a usar en contra.
Tranquilo, macho. Le mostré el carné de Radio Estación Sur. El lunfa ni mosquió. Otro que pasaba por ahí, me estudió de cotalete, lo junó al Pibe Garófalo con la istamátic cargada y trinó como pa que todos lo escucháramos: con esa cámara de fotos, deben ser de los servicios kirrneristas.
Arrancamos mal. Sería cosa de probar por otro güin. Y seguimos. Nueve de la noche. La mersa quejosa a full. Cartelería curiosa y creativa, no se puede negar. El Pibe Garófalo gastaba el rollo de veinticuatro fotos, medio que al pedo, le dije, mirá que después cuesta un toco el revelado. Y en eso estaba cuando la vi, casi que no la conocí. La Beba. María Pía Legarreta, cincuenta pirulos largos, los yines puestos con calzador, remera al talle que recordaba antiguos pechos, yantas esportivas, pero al fin y al cabo, una sombra de lo que alguna vez fue. La caripela era un mapa hidrográfico del Amazonas. Tanto que dudé. Me le arrimé como cazador de tigres. ¿Sos la Beba? Me junó como indiferente. Me sonrió. ¿Marcial?, me dijo, estás hecho mierda, macho.
Y por casa cómo andamos, le hubiera contestado, pero no, movilero piola sabe medirse en parolas. Cortesía previo a todo, los años pasan, le dije, vos estás igualita, ¿seguís trosca? Me miró como estrañada. Volvió a sonreírse. Pecados de juventú, me susurró como a la oreja, la vida es más que la revolución permanente. Pero siempre en la lucha, Marcial, y ahora más que nunca. Pareció meditar por un istante, y después soltó la frase matadora: la odio, Marcial, la odio.  Cada vez que anuncian una cadena nacional y Ella aparece en la tele, me viene como un retorcijón en las entrañas y unas ganas incontrolables de rajar al baño. Y así no se puede vivir. Estoy indinada. ¿Y vos?
Le chamuyé breve de mi labor periodística mientras ativaba el geloso camuflado en el bolsillo. La nota apuntaba para un premio y si no fuera porque el Pibe Garófalo le gatilló un retrato a la jeta, la Beba se hubiera esplayado allí mismo. Para el feisbuc de la radio, le claró. Y ella, nada, como decir, tomátelas.  ¿No serás de la prensa oficialista, no?, preguntó desconfiada. No, periodista independiente, la amansé de una, ojetividá firmetex y reserva asegurada, Beba.
La onda apuntaba pa quedarse. En de pronto, el recuerdo de las vivencias juveniles me tallaba en la sesera. La Beba, me salió del alma mientras la sondeaba con la mirada mimosa de antiguos entreveros. Beba no, me alvirtió, aquel era nombre de guerra, una boludez, soy María Pía, ¿entendés?
Notero fiel a la exclusiva, centrojás que pone la bocha al pie de la noticia, no puede perderse en nostalgiosas encrucijadas, era la voz del Pibe Garófalo, mi secretario aljunto, que más que hablando me lo decía con la mirada. Sigamos, don Marcial, sáquele el telefunquen y después la llama.
Pero el insecto vil de la memoria ya me había picado en la entrepierna, precisamente en el órgano sutil del pensamiento.  La mersa opositora rondaba el obelisco y el griterío no era cortina musical que la circunstancia ameritaba. Te invito un feca, le sacudí como venía. La nami me regaló una ojeada pícara. Y dale, me dijo.
El problema era el Pibe Garófalo. Vos sacá fotos y nos vemos mañana en la radio, le dije, ¿cuántas te quedan en el rollo? Doce. Hasta veinticuatro, la radio garpa, le aseguré a la despedida.
Y allí estaba con la Beba, es decir, María Pía, caminando por las callecitas porteñas como ajeno al paisaje de la mersa quejosa, a medias olvidado del noble oficio movilero y a la pesca del piringundín que diera cobijo a la más íntima conversa, feca de por medio, nada sencillo en una ciudá arrebatada donde los bares con la tele encendida daban refugio al sediento cacerolero.
Lejos del espicentro de la protesta, a la final nos acomodamos en un boliche. María Pía guardó la cacerola en un bolso y yo acomodé el geloso camuflado debajo de la mesa. Ni falta que hizo tirarle la lengua. No me van las multitudes, arrancó diciendo, y menos cuando están enardecidas. Pero batir la cacerola me parece original, y hasta una manera de participar y hacer política como debe ser, Marcial, como gente inteligente que no se deja llevar por los planes sociales, los choripanes ni las promesas. Es fabuloso, ¿no te parece?
A veces el pasado trafica como imagen engañosa de un espejo cóncavo. ¿Qué quedaba de aquella Beba que estudiaba agronomía y soñaba con irse al campo, a una granja coletiva y socialista?
Se fue al campo, eso sí, me contó mientras sorbía el café, pero con un bacán que la tuvo como reina hasta que la cambió por otra más joven. Viajó por el mundo, no se puede quejar, hoy vive bien con lo que el lunfa le pasa por mes, más espensas e impuestos. Además, labura en una imobiliaria del trocén. Hasta se da el lujo de amarrocar unos dólares al mes como pa bancarse un viajecito esótico por año. Pero María Pía tiene un problema al que no le encuentras esplicación. Es un sentimiento que le viene de muy adentro, o que está en el pellejo, como una soriasis, como una alergia, me esplicó, palabras testuales, porque de Troski se olvidó, de política no entiende un soto, apenas ojea algún diario y se entretiene los domingos con Lanata, que la pone al tanto de toda la porquería que es el gobierno, la ditadura que es, la soberbia que tienen, me dijo, y el problema, mi problema, es el odio, que eso no es vida. ¿Cómo se puede odiar tanto que hasta enferma? Odia la manera de hablar que tiene Ella, la seguridad que trasmite a los alcahuetes que la escuchan, todos pagos, le odia los gestos, la sonrisa pérfida, la tristeza fingida, el dolor de viuda alegre, el luto repetido, la ropa que usa, las carteras, los zapatos. Le odia el colágeno, el peinado, los besos que reparte entre el pobrerío, le odia la emoción, las lágrimas, los corpiños y  las bombachas que imagina de buen gusto y caro. Odia, odia tanto que, presume, así no se puede vivir, no se puede aguantar tanto odio. Está claro que no se puede salir a la calle gritando así, el odio, pero hay un montón de motivos, la ditadura de Ella, de la Cámpora, por ejemplo, la inseguridá, la corrución, la soberbia. Se tiene que ir, Marcial, hay que echarla de alguna manera, que renuncie, que se vaya.
Debajo de la mesa, el geloso con micrófono incorporado, a full. Arriba, en la zabeca, el recuerdo lacerante de aquella Beba que se emocionaba con la labia de Coral.  ¿Y ahora? Nada. Cacerolear es como una terapia, Marcial, como sacarse un peso de encima, igual que después de la sicóloga. Eso.
Buena mina, María Pía. No mató a nadies, nomás que está indinnada. Quizás, me dijo, se apolillaría esa noche sin embucharse el comprimido de Trapas  nesario. Y octimista allá en el fondo, soñaría con angelitos rubios, preciosos, haciendo rondas alrededor de un fuego inmenso y purificador donde, atada a un poste, se quemaría, a fuego lento, una bruja.    
Hasta aquí. Debajo de la mesa, hacía rato me había crepado la cinta del geloso. Yo seguía mirando a María Pía y quería encontrar un cacho de Beba, un pedacito nomás. Pero, minga, las doce y el fuego sin prender. Entonces, ella me echó una carta pal remate: vivo sola, los chicos ya son grandes. 
Pelé del bolsillo el carné de periodista. Me miró, sonrió pícara, como en las viejas épocas: ¿qué tenés que hacer ahora?
La cacé al vuelo. La Beba no perdía las mañas. María Pía tampoco. ¿Me vas a afiliar al partido cacerolero?, le entré por el lado del recuerdo y soltó una risa franca. Ni ahí, si estás infestado por el relato de Ella, no tenés cura.  ¿Otro café? Eso es muy burgués, me acorraló. Tenés razón, le acecté. Mejor llévame lejos, Marcial, y haceme volar un rato.
Simpática, la Beba, María Pía Legarreta. Cachamos un tasi. Las calles, ya desiertas. Vivía en un séctimo piso de Barrancas de Belgrano.

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